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Por qué Steve era distinto

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Madrid, España. (El País).- La saga de Steve Jobs es un exponente perfecto del mito de la creación de la revolución digital: poner en marcha una nueva empresa en el garaje de los padres y convertirla en la compañía más valiosa del mundo. Aunque no inventó muchas cosas directamente, Jobs fue un maestro a la hora de combinar ideas, arte y tecnología de formas que repetidamente inventaban el futuro. Diseñó el Mac tras darse cuenta del poder de las interfaces gráficas de un modo que

Una herencia incalculable
La manzana que conquistó el parqué
Un emprendedor sin límites
 Steve Jobs

Era un maestro a la hora de combinar ideas, arte y tecnología

Quería la perfección y controlaba de principio a fin todos los productos

Le salía urticaria al ver sus programas en el burdo equipo de otra empresa

¿Por qué una biografía? «Quería que mis hijos me conociesen»
Xerox fue incapaz de apreciar y creó el iPod tras descubrir la felicidad de llevar 1.000 canciones en el bolsillo de un modo que Sony, que poseía todos los activos y la herencia, nunca pudo lograr. Algunos líderes impulsan las innovaciones siendo buenos en un contexto general. Otros lo hacen dominando los detalles. Jobs hizo ambas cosas, incesantemente.

En consecuencia, revolucionó seis sectores: los ordenadores personales, las películas animadas, la música, los teléfonos, los miniordenadores táctiles y la publicación digital. Incluso se podría añadir un séptimo: las tiendas minoristas, que Job no solo revolucionó, sino que reinventó. De paso, no solamente creó unos productos revolucionarios, sino también, en su segundo intento, una empresa duradera, que lleva su ADN y está llena de diseñadores creativos e ingenieros temerarios capaces de sacar adelante su visión.

Jobs se convirtió así en el más grande de todos los ejecutivos empresariales de nuestra era, el que con más seguridad será recordado dentro de un siglo. La historia le colocará en un panteón justo al lado de Edison y Ford. Más que ninguna otra persona de su época, fabricó productos que eran completamente innovadores, combinando el poder de la poesía y el de los procesadores. Con una ferocidad que podía hacer que trabajar con él fuese tan desasosegante como inspirador, también construyó la que llegó a ser, al menos durante una temporada este mes pasado, la empresa más valiosa del mundo. Y fue capaz de infundirle la sensibilidad para el diseño, el perfeccionismo y la imaginación que probablemente la conviertan, incluso durante décadas, en la empresa que más prospera en el terreno situado entre el arte y la tecnología.

A principios del verano de 2004 recibí una llamada telefónica de él. Había mantenido conmigo una amistad dispersa a lo largo de los años, con ocasionales subidas de intensidad, especialmente cuando lanzaba un nuevo producto que quería que saliese en la portada de Time o en la CNN, lugares donde yo había trabajado. Pero ahora que yo ya no estaba en ninguno de esos sitios, no había sabido mucho de él. Hablamos un poco sobre el Instituto Aspen, al que me había unido hacía poco, y le invité a dar una charla en nuestro campus de verano en Colorado. Le encantaría ir, me dijo, pero no para estar en el escenario. En vez de eso, quería que diésemos un paseo para que pudiésemos hablar.

Aquello parecía un poco raro. Yo no sabía todavía que dar un largo paseo era su manera preferida de mantener una conversación seria. Resultó que quería que escribiese una biografía suya. Yo había publicado hacía poco una sobre Benjamin Franklin y estaba escribiendo otra sobre Albert Einstein, y mi reacción inicial fue preguntar, medio en broma, si se veía a sí mismo como el sucesor natural de esa secuencia. Como yo daba por hecho que él todavía estaba en medio de una carrera oscilante a la que le quedarían muchas más subidas y bajadas, puse reparos. No ahora, dije. Quizá en una década o dos, cuando te retires.

Pero después supe que me había llamado justo antes de que fuesen a operarle de cáncer por primera vez. Mientras le veía combatir esa enfermedad, con una intensidad formidable combinada con un romanticismo emocional asombroso, llegué a encontrarle profundamente conmovedor y me di cuenta de lo profundamente que su personalidad estaba engranada en los productos que creaba. Sus pasiones, perfeccionismo, demonios, deseos, dotes artísticas, maldades y obsesión por el control estaban intrínsecamente relacionados con sus planteamientos empresariales, así que decidí tratar de escribir su historia como caso práctico de creatividad.

La teoría de campos unificados que vincula la personalidad de Jobs y los productos empieza con su rasgo más destacado, su intensidad. Era evidente incluso en el instituto. Por entonces ya había iniciado los experimentos de toda su vida con las dietas compulsivas -normalmente, solo frutas y verduras-, así que era tan delgado y enjuto como un galgo inglés. Aprendió a mirar a la gente sin parpadear y perfeccionó unos largos silencios salpicados de estallidos de conversación rápida entrecortada.

Esta intensidad alimentó una visión binaria del mundo. Sus compañeros lo remitían a la dicotomía del héroe y el imbécil; uno era lo uno o lo otro, a veces en el mismo día. Lo mismo servía para los productos, las ideas, incluso la comida: algo era «lo mejor que había existido nunca», o bien absolutamente espantoso. Podía probar dos aguacates, indistinguibles para los mortales corrientes, y declarar que uno de ellos era el mejor que jamás se había cultivado y que el otro no era comestible.

Se veía a sí mismo como un artista, lo cual le imbuyó una pasión por el diseño. Cuando estaba construyendo el primer Macintosh, a principios de los años ochenta, no dejaba de insistir en que el diseño fuese «más amable», una idea ajena a los ingenieros de equipos informáticos de la época. Su solución fue hacer que el Mac recordase a una cara humana, e incluso procuró que la franja que quedaba sobre la pantalla fuese delgada para que no pareciese la cara de un neandertal.

Captaba intuitivamente las señales que un buen diseño emitía. Cuando él y su compañero diseñador, Jony Ive, construyeron el primer iMac en 1998, Ive decidió que debía llevar un asa encajada en la parte de arriba. Era algo más bromista y semiótico que funcional. Se trataba de un ordenador de sobremesa. Realmente, no mucha gente iba a llevarlo de aquí para allá. Pero enviaba la señal de que uno no tenía que tenerle miedo a la máquina; uno podía tocarla, y ella lo respetaría a uno. Los ingenieros objetaron que haría subir el coste, pero Jobs ordenó que se hiciese.

Su búsqueda de la perfección le condujo a la obsesión de que Apple controlase de principio a fin todos los productos que fabricase. A la mayoría de los piratas informáticos y aficionados les gustaba personalizar, modificar y enchufar cosas diversas a sus ordenadores. Para Jobs, esto representaba una amenaza para una experiencia sin altibajos de principio a fin para el usuario. Su socio original, Steve Wozniak, que en el fondo era un pirata, no estaba de acuerdo. Quería incluir ocho ranuras en el Apple II para que los usuarios introdujesen las placas base pequeñas y los dispositivos periféricos que les diese la gana. Jobs accedió a regañadientes. Pero unos años más tarde, cuando construyó el Macintosh, Jobs lo hizo a su manera. No había ninguna ranura, ni puerto adicional, e incluso usó unos tornillos especiales para que los aficionados no pudiesen abrirlo y modificarlo.

El instinto de control de Jobs hacía que le saliese urticaria, o algo peor, cuando contemplaba los fantásticos programas de Apple funcionando en un burdo equipo de otra empresa, y era igualmente alérgico a la idea de que aplicaciones o contenidos no aprobados contaminasen la perfección de un dispositivo de Apple. Esta capacidad para integrar el hardware y el software y el contenido en un sistema unificado le permitió imponer la simplicidad. El astrónomo Johannes Kepler afirmaba que «la naturaleza ama la simplicidad y la unidad». Lo mismo le pasaba a Steve Jobs.

Esto llevó a Jobs a decretar que el sistema operativo Macintosh no estuviese a disposición de los equipos de ninguna otra empresa. Microsoft siguió la estrategia contraria y permitió que el sistema operativo Windows tuviese licencias de uso promiscuamente concedidas. Ello no generó los ordenadores más elegantes, pero sí permitió a Microsoft dominar el mundo de los sistemas operativos. Después de que la cuota de mercado de Apple se redujese a menos del 5%, el enfoque de

Microsoft fue declarado ganador en el campo de los ordenadores personales.

A la larga, sin embargo, el modelo de Jobs resultó tener algunas ventajas. Su insistencia en la integración de principio a fin le dio ventaja a Apple, a principios de la década de 2000, para desarrollar una estrategia de centro digital, que permitía al ordenador de sobremesa conectarse sin problemas con diversos dispositivos portátiles y gestionar el contenido digital. El iPod, por ejemplo, formaba parte de un sistema cerrado y estrechamente integrado. Para usarlo, uno tenía que usar el programa iTunes de Apple y descargar contenido de la tienda iTunes. La consecuencia fue que el iPod, como el iPhone y el iPad que lo siguieron, era una delicia elegante, a diferencia de los toscos productos rivales, que no ofrecían una experiencia sin contratiempos de principio a fin.

Para Jobs, la fe en un enfoque integrado era una cuestión de rectitud. «No hacemos estas cosas porque seamos unos maniáticos del control», explicaba. «Las hacemos porque queremos fabricar grandes productos, porque nos importa el usuario y porque nos gusta asumir la responsabilidad de toda la experiencia en vez de producir la porquería que otros fabrican». También creía que estaba ofreciendo un servicio a las personas. «Están ocupadas haciendo lo que sea que hagan mejor y quieren que nosotros hagamos lo que mejor hacemos. Sus vidas están abarrotadas; tienen cosas mejores que hacer que pensar en cómo integrar sus ordenadores y dispositivos».

En un mundo lleno de dispositivos que son basura, programas anticuados, mensajes de error inescrutables e interfaces desagradables, la insistencia de Jobs en un enfoque integrado condujo a unos productos asombrosos caracterizados por unas experiencias muy agradables para los usuarios. Usar un producto de Apple podía ser tan sublime como caminar por uno de los jardines zen de Kioto que Jobs adoraba, y ninguna de estas experiencias se conseguía rindiendo culto en el altar de la apertura ni permitiendo que se abriesen mil flores. A veces es agradable estar en manos de un maniático del control.

Hace unas semanas, visité a Jobs por última vez en su casa de Palo Alto. Se había trasladado a un dormitorio en el piso de abajo porque estaba demasiado débil para subir y bajar escaleras, y se retorcía con algunos dolores, pero su mente seguía siendo aguda y su humor vibrante. Hablamos de su infancia y me dio algunas fotografías de su padre y su familia para que las usase en mi biografía. Como escritor, yo estaba acostumbrado a ser imparcial, pero me sobrevino una oleada de tristeza cuando intentaba despedirme. Para enmascarar mi emoción, hice la única pregunta que todavía me desconcertaba. ¿Por qué se había mostrado tan ansioso, durante casi 50 entrevistas y conversaciones en el transcurso de dos años, por abrirse tanto para un libro cuando normalmente era tan discreto? «Quería que mis hijos me conociesen», respondió. «No siempre estuve ahí para ellos y quería que supiesen por qué y que comprendiesen lo que hice».

redaccion

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