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El Calderón que perdimos

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Por  Agustín Basave Benítez

 Felipe Calderón es un hombre inteligente. Quienes lo conocimos en la LV Legislatura sabemos que era además honesto, desconfiado y corajudo, y que profesaba un panismo maniqueo que repudiaba al PRI y despreciaba al PRD.

A su juicio, en el PAN estaban los buenos y en los demás partidos los corruptos y uno que otro extraviado. Su mundo se reducía a un círculo de correligionarios que giraba en torno a la bohemia; afuera había un universo de enemistades que se ensanchaba al arbitrio de su temperamento explosivo. En la Cámara de Diputados se distinguió como polemista. Buen abogado que devino en un buen legislador, lo suyo no eran los tribunales sino la tribuna, en la que brillaba con la ironía en ristre. Parecía ser, por lo demás, un hombre que cargaba un pasado personal en litigio, un conflicto interno que se resolvía en su repugnancia por el antiguo régimen paternalista y autoritario.

No fuimos pocos los analistas que vimos con cierta simpatía su precandidatura presidencial. El hijo desobediente había encontrado una forma de encauzar productivamente su rebeldía desafiando a Fox, y se nos presentaba como una opción democristiana ilustrada preferible a la derecha empresarial en la que acabó el foxismo. Cuando ganó la candidatura, sin embargo, sucumbió al vértigo del poder y empezó a transformarse. El panista radical que negaba el saludo a casi todos los priistas rencarnó en un político pragmático capaz de negociar con lo peor del PRI -y de avalar las malas artes contra las que luchó en su juventud- con tal de llegar a la Presidencia. En una elección plebiscitaria que había transformado la boleta en un sí o no a López Obrador y en la que la brecha se cerraba, cualquier ayuda era bienvenida. Para ganarle al diablo se valía venderle el alma al diablo, o al menos empeñársela.

Ya instalado en Los Pinos se siguió de frente. Emuló varias de las viejas prácticas presidencialistas, empezando por la de usar la nómina gubernamental en su afán por controlar a su partido. Se volvió taimado, se rodeó de incondicionales y castigó en otros la independencia que a él le permitió triunfar. Conservó su espíritu de luchador, pero pasó del bando de los técnicos al de los rudos. La realpolitik lo poseyó por completo. Hizo algunas cosas buenas, sin duda, entre ellas el manejo prudente de la macroeconomía que deja finanzas públicas sanas, el avance en carreteras y en vivienda y un saldo positivo en el ámbito de la salud pública. Cierto, lejos de salir como el presidente del empleo dejará tras de sí un incremento en la pobreza, aunque podrá esgrimir como atenuante el hecho de que enfrentó una crisis económica internacional, la epidemia del H1N1 y hasta la muerte de entrañables colaboradores, y podrá decir que sorteó las adversidades con entereza. Lo que no podrá hacer es reivindicarse ante su conciencia, porque no fue al monte de piedad fáustico a recuperar su alma. Fue mayor su rencor contra AMLO que su repulsión al PRI; pudo más su nuevo yo que su vieja circunstancia.

Ahora bien, más allá de esas consideraciones hay una enorme sombra que hace palidecer las luces de su gobierno. Decidió hacer del combate al crimen organizado el emblema de su sexenio y el resultado fue desastroso. Urgido de legitimidad, se enfrascó en una precipitada, irresponsable y necia táctica de ataque militar que mermó más la respetabilidad de las Fuerzas Armadas que la letalidad de la delincuencia —como si no tuviéramos que cuidar las pocas instituciones sólidas y respetadas que tenemos— y dejó en una añadidura tardía e inocua lo que debió haber sido el eje primordial de la estrategia: estrangular las redes financieras del lavado de dinero. El argumento de que sólo había dos alternativas, hacer lo que él hizo o no hacer nada, fue tan eficaz para sesgar el debate mediático como indefendible en un análisis serio. El balance es deplorable: quiso disminuir el tráfico de drogas y Estados Unidos no se dio por enterado, y en aras de la seguridad de la ciudadanía propició una brutal inseguridad y la violencia criminal sin precedentes que hoy desgarra a nuestra nación. Junto con el concomitante envilecimiento del tejido social, Calderón acentuó la decepción del electorado con el PAN por no haber disminuido la corrupción. Es verdad que la complicidad priista y la negligencia foxista permitieron la entronización del narcotráfico, y también lo es que los culpables de la gran mayoría de los asesinatos y los secuestros y las extorsiones son los hijos de puta, pero la responsabilidad de confrontarlos sin planeación e inteligencia suficientes, de fragmentar a los cárteles y de diversificar y ampliar su perversidad, es de Felipe Calderón y de nadie más. Si no fueron sus muertos, sí fue su guerra. Y si quiere que las víctimas se lo reclamen a los delincuentes y no él, tendrá que darles la razón a quienes lo acusaron de hacer del nuestro un Estado fallido.

A veces el destino es cruel. Yo no puedo dejar de lamentar que Felipe no haya permanecido en la vida parlamentaria donde lo conocí y aprendí a apreciarlo. Con todo y su maniqueísmo, ese Calderón pudo haberle hecho mucho bien a México.

 Fuente: Excélsiór

redaccion

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