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La «Poli»

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Cosas Pequeñas

Juan Antonio Nemi Dib

La semana pasada -antes de que el Presidente Calderón enviara su iniciativa de “policía unificada”-    me pronuncié contra su propuesta. La califiqué de error y de mera ocurrencia. Ya conocido su texto, reitero ahora mi opinión pero además podría agregar algunas otras consideraciones sobre su efecto destructivo de lo poco que hay del principio de autonomía municipal, sobre la visible y extraña pasividad (¿connivencia?) de las autoridades locales frente a este intento de “agandalle” y, peor aún, la “letra chiquita” que permitiría al Gobierno Federal hacerse con el control de cualquier corporación en el momento en que lo deseara, habiendo o no razones de peso.

Con toda razón y esperando una visión “proactiva” del asunto, un amable lector me conmina desde Túxpam: “me gustaría leer un articulo de usted con una propuesta para mejorar las policías”. Una  petición justa: si no estoy de acuerdo con la propuesta presidencial, lo menos que se espera es que no me limite yo a criticarla y que contribuya a la discusión de caminos alternativos para mejorar la seguridad pública de todos los mexicanos, con tanta urgencia como puede significar el detener ya la estela sangrienta que nos acerca a los treinta mil homicidios violentos en 4 años, resultado de la “guerra contra la delincuencia organizada”.

Me encantaría satisfacer su inquietud y decir aquí y ahora dónde está la panacea para lograr de inmediato la policía perfecta: científica, eficaz, honorable, disuasiva. Pero me temo que no será posible, al menos no por ahora. Y no es que falten proyectos para mejorar a nuestras corporaciones de seguridad; buenas ideas al respecto las hay de sobra y no mías, sino de expertos que realmente conocen del tema a profundidad y saben qué hacer. Lo que ocurre es que tenemos en México un inconveniente de enfoque sobre este asunto, inconveniente que deberíamos afinar desde el principio si queremos alcanzar buenos resultados: y es que fieles a la añeja tradición de culpar a los demás de cuanto nos ocurre, los mexicanos atribuimos a los malos policías toda la responsabilidad por la inseguridad que flagela a nuestro país. Si esta premisa fuese cierta, bastaría con mejorar las instituciones de seguridad para acabar con la crisis, pero tristemente, esa buena intención dista mucho de ser verdad.

El principio es el mismo que el de la ciudad limpia: no hacen falta muchos barrenderos ni contenedores, sino poca basura y ciudadanos que no la ensucien. La clave del asunto está en  recuperar la cultura de la legalidad, conseguir que la gente se someta realmente al imperio de la ley, que respete a los demás en sus vidas y en sus bienes y que por ende, el número de infracciones se reduzca al mínimo, no sólo por temor a las posibles consecuencias del delito, sino por auténtica vocación cívica y aprecio por la comunidad a la que se pertenece, sin egoísmos; hay que hacer de los crímenes algo excepcional, esporádico y no cotidiano y común, como ahora nos ocurre. En otras palabras, lo que urge, además de mejorar nuestras instituciones y poner alto a los abusos y corrupciones salvajes de la autoridad, son buenas prácticas ciudadanas.

Apostarle únicamente a mejora policial será muy insuficiente. Barrunta una batalla perdida en lo económico -por la capacidad financiera de las organizaciones delictivas-, en lo tecnológico (los delincuentes poseerán siempre los arsenales más destructivos y los mejores instrumentos logísticos), en lo ético (al final, al policía le tiembla la mano para accionar el gatillo, no es un asesino, mientras que al truhán le van la vida y la libertad en disparar sin parar mientes), por la alta capacidad corruptora de los criminales (“escoge: acepta mi dádiva y me ayudas o, de todos modos te mato, a ti o a los tuyos”), por la ‘globalización’ del delito y por la altísima rentabilidad que actualmente alcanza la delincuencia organizada, cuyos multimillonarios dividendos van a parar -lo reconozcan o no- a los mercados financieros y a la economía “legal”.

La sociedad mexicana desprecia a los policías y en general a todos los agentes de la ley. Nadie podría cuestionar que es un desdén ganado a pulso, con mención honorífica, que muchísimas veces se convierte en temor. Sin embargo, para que la policía realmente cumpla sus funciones ha de ser respetada, obedecida y si se puede, admirada, querida. Los malos salarios son la mejor expresión aunque no la única de la poca importancia que históricamente se ha dado a los policías mexicanos, contrariamente a lo que ocurre en la mayor parte del mundo.

En México, el de policía es un empleo residual. Pocos lo hacen por vocación; en general ingresan a las corporaciones porque no pudieron conseguir ocupación mejor, porque fracasaron en otros oficios o bien porque están pensando en “pasar a mejor vida” con un poco o un mucho de las “prestaciones” y “estímulos” extra laborales propios de su chamba. Conseguir que el de policía sea un empleo de excelencia, que reclute a las mejores personas, de conducta ejemplar y capacidades ad hoc, con reconocimiento social, que prestigie, parece el primer gran reto del gobierno y la sociedad.

Suele ocurrir que, en general, los mexicanos evaluamos a los policías por su nivel de permisividad y tolerancia cuando se trata de aplicarnos la ley a nosotros y por su firmeza o la falta de ésta, cuando se debe castigar al de enfrente. No hay mejor sentencia que la de “hágase la voluntad de Dios… en los bueyes de mi Compadre” para describir a una sociedad cuyos integrantes reaccionamos con ira en lugar de aceptar nuestra responsabilidad y asumir con madurez las consecuencias de nuestros actos. Aún cuando la policía está actuando correctamente, nos enojamos y solemos ponernos “de parte del débil” aunque se trate de un delincuente contumaz que, a la hora de la hora, sabe dónde y cómo chillar, pero si la víctima somos nosotros, entonces esperamos pena de muerte exprés por la falta más insignificante.

¿Mejores “polis”? Sí, por supuesto. Pero también mejores ciudadanos.

redaccion

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